En breve, iniciaremos el periodo anual de la exteriorización
de la alegría al más previsible y cínico estilo Hollywood. Sonrisas y ojos
brillantes que reflejan los neones de cualquier centro comercial, enormes paquetes
(en esto el tamaño sí que importa al
parecer) llevados por mujeres (la estética al uso exige que sean mujeres y de
un estilo muy definido) y buenos deseos por doquier, lanzados como ráfagas de
ametralladoras y a los que se debe contestar con el mismo entusiasmo del
emisor. Todo ello con el apartamiento previo de personas o paisajes que puedan
hacer sombra a la estética roja y blanca de los trajes del Papá Noel
sponsorizado por la bebida pro-diabetes o a los reflejos multicolores de las
bolitas navideñas.
Por favor, inmigrantes, mujeres de belleza no standard, gordos, gentes con cara de pasarlo
mal, enfermos, niños y niñas tristes y
demás personas de aspecto poco acorde con estas fiestas, ¡colóquense fuera de
plano YA!
Nada nuevo en una celebración que preconiza paces y
hermandades universales obviando una
realidad que transforma el benemérito deseo en cruel mofa.
Quizás en
breve reciba (yo, o la organización sindical
para la que trabajo) el bienaventurado impreso de deseo de diálogo
y concordia del dirigente empresarial al que no se le cae la cara de vergüenza
cuando dice que lo único que busca es flexibilidad para las empresas y, garantizar
, con ello, que sus trabajadores puedan desarrollar su proyecto vital.
Como si
no supiéramos hasta la saciedad que el
único fin de la empresa se llama beneficio empresarial o que eso de la “responsabilidad
social de las empresa” no es sino un camelo (similar al de, en su momento,
tintarlas de verde y colocar en la marca el prefijo ECO). Y todo ello aderezado
con una historia reciente de ERE´s, de cicatería empresarial promovida y
alentada en un contexto de miedo a la pérdida del puesto de trabajo, de abuso
de posición de privilegio construida bajo el palio de una legislación laboral esclavista…
Y, para más kafkiana escena, con el lamentable concurso de organizaciones sindicales
que idolatran eso que llaman PYME, olvidando que los eufemismos que utilizan
(los trabajadores de mi empresa no son
trabajadores, son colaboradores y, en
realidad, parte de la familia) son para unir a la explotación más descarada el
paternalista chantaje emocional; en ocasiones, ¡que vergüenza!, con éxito.
Y con la complicidad, aún más lamentable, del personal que
sufre esos abusos y no es capaz de dar un paso al frente y denunciarlos. La
barra de una bar devenida en sofá de psicoanalista parece ser suficiente
respuesta, cuando no es más que la interiorización del fracaso. Entretanto el “emprendedor”
sigue pagando como becarios a ingenieros que dan prestigio a su empresa, como
pinches de cocina a quienes desarrollan tareas mucho más cualificadas, o como
conserje a quienes realizan labores de seguridad de más responsabilidad y
riesgo. Eso cuando paga, en un contexto social donde hasta el Estado tiene una
deuda con sus trabajadores más directos, los empleados públicos, a cuenta de
una retención-expoliación de una paga extra robada en el 2012.
Eso sí, cualquiera de esas empresas de hostelería, medicina,
agropecuarias, e, incluso,
administración pública no tendrán empacho alguno en escupirme un cínico e
informatizado correcto deseo de armonía y paz con un fondo de bolas de colores,
cromatismo dorado y caro papel.
A semejante dislate le acompaña, otro año más, la incesante
publicidad por todos los medios, de artículos creados para la felicidad artificial. No hablo de tráfico de drogas ilegales. Ni siquiera de tabaco y alcohol,
con sus leves trabas al consumo y difusión. Ni siquiera de perfumes, joyas o
juguetes que, con el producto, te proporcionan también fantasías sexuales, status
o sexismo envuelto como valor añadido. No hablo de ello porque hay gentes de mayor conciencia y sensibilidad
ante estos temas que saben hacerlo mejor que yo. Aunque se las denoste y sus lógicos reparos ante ello se califiquen
como producto de la histeria.
No. Me refiero a esa
otra publicidad solidario-caritativa que no tiene empacho en promocionar ONG´s
de ayuda a la infancia con el reclamo televisivo de una anciana asegurando a
sus nietos que no come porque no tiene hambre, o ligando un proyecto de
educación en África con una organización de carácter católico que regenta
decenas de colegios privados, o asegurando que el sonido de un SMS es la
trompeta anunciadora del milagro
consistente en que un bebé (negro, por supuesto, que estos no tienen derechos
de imagen) resucita de su muerte anunciada por exótica enfermedad. Analgésico para la conciencia a menos de 2
euros pildorazo; salvo condiciones excepcionales de tu operadora telefónica,
claro...
Me refiero a esa publicidad que afea tu felicidad coyuntural
y, de inmediato, te ofrece el bálsamo
que cura esa comezón en la conciencia. Me refiero a esa propaganda que no tiene
reparo alguno en preceder o suceder a
otra que te recuerda que “la vida es chula” o que siempre tienes una casa a la
que volver en Navidad.
Me refiero a esa publicidad caritativo-solidaria para la que
las penurias del otro no son sino otro nuevo nicho (¡No me jodas! Lo llaman
así, de verdad) de negocio. Me refiero a
esa canalla carroñera que hace un modelo
lacrimógeno del target del hombre o mujer que no compra medicamentos porque no puede y
que , al fin y al cabo, como su enfermedad es asintomática, parece que no
pasa nada.
Me refiero a esa canalla carroñera que hace del trabajador que raya el
umbral de la pobreza por lo miserable
de su salario un afortunado productor porque tiene un jefe que se infiltra, lo conoce a él y su problemática, se apiada (el verbo está muy bien escrito aquí)
y, en un arranque de caridad cristiana o solidaridad postconciliar, le limosnea salvando así su alma (la del jefe cotilla) o su imagen empresarial.
Me refiero a esa canalla carroñera que hace feliz solicitante de un
crédito al padre que se vé obligado a abrir
los ojos de su hijo a la realidad cuando le dice que esa carrera que pretende
estudiar no puede costearla. Ni siquiera en la Universidad Pública.
Me refiero a esa canalla carroñera que hace una bella historia de amor
y compadreo del inmigrante que arrastra
su mochila vacía de contenido material y que tan sólo puede mostrar unos brazos
concertinos mientras infructuosamente trata de resguardar de la intemperie a un
menor, con la única complicidad de una
manta raída. Olvidando a los otros
muchos que, junto a él, pasan la misma penuria sin haber tenido la suerte de
que una cámara convirtiera su drama en portada de noticiario. Noticiario donde
no se explicará que estos días habrá en mesas particulares de este país muchos
más comensales que el total de inmigrantes que acogerá España.
Me refiero a esa canalla carroñera que hace de la persona sin hogar un ejemplo
moralizante del lugar donde conducen conductas poco apropiadas y
adicciones funestas. Esa misma carroñera canalla que los usará como figurantes a
las puertas de comedores públicos en abigarrada y gráfica hilera de desventuras
varias mientras informan del porcentaje de subida y/o recorte de prestaciones
sociales.
En suma, hago alusión a esta ofensiva de amor y felicidad
low-cost que, cual marea purpurina multicolor, pretende vendernos que si no hay
gente alegre estos días, es porque no quiere. Que siempre habrá una familia que
siente a un pobre a su mesa o quien done unas monedas para una beca de comedor
o para encender una lucecita en un país a mayor gloria del santo fundador de la
congregación tal o cual. Ofensiva de caridad y solidaridad, conceptos ambos ya
casi sinónimos en función de las conveniencias religiosas o tinte ideológico
del benefactor.
Caridad y solidaridad, el telón de humo adecuado para no
hablar del derecho a la existencia plena
en función de necesidades, habilidades y
legítima búsqueda de la felicidad y bienestar personal y colectiva. Caridad y
solidaridad como bálsamo de Fierabrás que atenúa la necesidad terapéutica de sajar las
infectas heridas del cuerpo social que
dan lugar a esta gangrena que, cual entremés, degustamos en especial cada día ,
entre el anuncio de langostinos y el las burbujitas doradas.
Algunos irreductibles, (hay quien diría irredentos) seguimos
demandando, a contracorriente más que nunca en estas fechas, lo de siempre:
Ni caridad, ni solidaridad. Justicia.
Y déjate de bolitas
de colores.
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